Un encendedor, un dulce para la tos, un timbre postal, un
solitario y algo torcido cigarro, un palillo, un pañuelo de tela, una pluma,
dos monedas de cinco shekels. Esa es una pequeña parte de las cosas que llevo
en los bolsillos. Entonces ¿qué misterio tiene que estén tan abultados? Son
muchos los que me lo han dicho.
–Pero
¿qué chingados traes en los bolsillos?
A la mayoría
ni les contesto sino que me limito a sonreír y, a veces, hasta suelto una
risita forzada. Si se empeñaran en saberlo y me volvieran a preguntar, seguro
les enseñaría todo lo que traigo en ellos y puede que hasta les explicara para
qué necesito tener siempre conmigo todas esas cosas. Pero no insisten. Qué chingados
traes, la risita, el angustioso y breve silencio, y ya hemos pasado a otro
asunto.
En
realidad todo lo que traigo en los bolsillos está ahí intencionada y
premeditadamente. Todo está ahí para encontrarme en una situación de ventaja
cuando llegue el momento de la verdad. Aunque, realmente, eso no es que sea muy
exacto. Todo está ahí para no encontrarme en situación de desventaja cuando
llegue el momento de la verdad. Porque ¿qué ventaja vas a poder sacar de un
palillo o de un timbre postal? Pero, si por ejemplo, una chica guapa –¿sabes
qué?, ni siquiera guapa, simplemente mona, una chica de aspecto corriente pero
con una sonrisa cautivadora capaz de cortarte la respiración – te fuera a pedir
un timbre, o ni siquiera fuera a pedirtelo, sino que la ves allí en la calle,
una lluviosa noche, con un sobre sin timbre en la mano junto a un buzón rojo y
te pregunta si no sabrías por casualidad dónde hay una oficina de correos
abierta a esas horas, y después tosiera un poco, con una tos producto del frío
y de la desesperación, porque ella también sabe, en el fondo, que no hay
ninguna oficina de correos abierta por los alrededores, seguramente no a esas
horas, entonces, en ese momento, el momento de la verdad, no va a decirte qué chingados
traes en los bolsillos, sino que te estará inmensamente agradecida por el
timbre, aunque puede que ni siquiera agradecida, sino que se limitará a
brindarte su cautivadora sonrisa, una sonrisa cautivadora a cambio de un timbre
–yo estaría dispuesto a firmarlo ahora mismo, aunque el valor de los timbre
esté al alza y el de las sonrisas a la baja–
Tras la
sonrisa me daría las gracias y volvería a toser, de frío y un poco también de turbación,
y entonces yo le ofrecería un caramelo para la tos.
–¿Qué
más traes en los bolsillos? –me preguntaría ella, pero con delicadeza, nada de
«qué chingados traes ahí» y sin ningún dejo negativo.
Y yo le
contestaría sin vacilar:
–Todo
lo que puedas llegar a necesitar, cariño, todo lo que pueda llegar a hacerte
falta.
Pues ya está. Ahora ya lo sabes.
Eso es lo que traigo en los bolsillos. Una pequeña posibilidad de no cagarla.
Cierta posibilidad. No demasiado grande, incluso poco probable. Lo sé, que
tonto no soy. Una pequeñísima posibilidad de que, digamos, cuando llegue la
felicidad pueda decirle «sí» en lugar de «perdón, lo siento, no tengo ningún
cigarro/palillo/moneda para la máquina de las bebidas». Eso es lo que traigo en
los bolsillos, tan abultados y repletos, la remota posibilidad de poder decir
sí en lugar de lo siento.
Etgar Keret

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